El Imperio Bizantino fue el remanente del Imperio Romano en el este durante las etapas finales de la edad antigua y toda la Edad Media. Tuvo en su posesión la ciudad de Constantinopla, hasta que se le cedió al Imperio Otomano; entre sus líderes destacó Manuel Palaiologos, que renunció a su trono por dinero.
Ascenso y caída según el Animus[]
En el año 293 de nuestra era, el emperador romano Diocleciano, tras llegar a la conclusión de que su imperio había crecido tanto que era demasiado complejo para ser dirigido por un solo hombre, nombró a otros tres para gobernar como sus iguales. Esta tristemente famosa tetrarquía destaca por ser una de las peores ideas en toda la historia de los sistemas de gobierno. En solo tres décadas, Constantino I, el más ambicioso de los nuevos emperadores, eliminó a sus rivales y se autoproclamó único césar del Imperio romano. Nada más ocupar el cargo, Constantino tomó una segunda decisión trascendental: trasladar la capital de su reino 1600 km al este, a la antigua Bizancio, una pequeña ciudad en la frontera entre Europa y Asia, fundada por griegos dóricos casi un milenio antes.
Constantino emprendió la labor de reconstrucción de esta antigua ciudad según unas estrictas especificaciones, con intención de crear el primer imperio cristiano del mundo. Cuando terminó la construcción en el año 330, la ciudad a la que había transformado se rebautizó como “Nova Roma Constantiopolitina” (“Nueva Roma, ciudad de Constantino”). Sería el centro de un nuevo y glorioso imperio basado en la versión particularmente militante del cristianismo de Constantino, que equiparaba la cruz con la espada. Tal como lo veía Constantino, su fe preferida debía difundirse con su contundente ejemplo, no con la adopción pasiva.
Aunque sobrevivió más de un milenio, las fronteras de este nuevo Imperio romano, llamado hoy día Imperio bizantino, fluctuaron mucho a lo largo de su prolongada existencia, sus fronteras se ampliaron y replegaron como las mareas de un gran mar. Pero, a pesar de tanto movimiento periférico, su eje central se mantu
vo fijo en la gran ciudad de Constantinopla. Aunque el imperio cambiara de manos entre dinastías griegas, latinas y macedonias, la importancia de Constantinopla se mantuvo constante. A diferencia del imperio que sostenía en pie. A partir de 1261, con la expulsión del emperador latino, el emperador Miguel Palaiologos instauró la que sería la última de las grandes dinastías bizantinas.
A pesar de todos los intentos de recuperación de Miguel, el Imperio bizantino del siglo XIII no poseía más que una mínima parte de sus antiguos territorios e influencia y, bajo el posterior reinado de Andrónico II Palaiologos, su declive fue aún mayor. Hacia el año 1400, el imperio no ocupaba más que una pequeña parte de Tracia y unas cuantas islas del Mediterráneo. El increíble crecimiento y expansión del Imperio otomano se había tragado todos los dominios bizantinos en la península de Anatolia y amenazaba ahora con devorarlos también a ellos desde el norte.
En 1397, el sultán otomano Beyazid I realizó un ataque infructuoso contra la ciudad, que otorgó a los bizantinos una minúscula sensación de alivio en los siguientes años. Pero pronto quedó claro que era imposible detener al coloso otomano. En las primeras décadas del siglo XV, los emperadores bizantinos suplicaron ayuda a los dirigentes de Occidente, pero las constantes guerras y los complicados sentimientos que abrigaba el Occidente católico hacia sus primos ortodoxos no llevaron más que a una serie de gestos desganados y esporádicas alianzas.
Finalmente, en 1453, se produjo la invasión que tantos emperadores bizantinos habían temido durante casi un siglo. Al mando del sultán Mehmed II, un enorme ejército otomano marchó hacia las murallas de Constantinopla y sitió la ciudad. El emperador Constantino XI rechazó valerosamente a los invasores durante casi dos meses, pero acabó por sucumbir. Su ciudad estaba en ruinas, destrozada, y sus soldados eran valientes, pero estaban agotados, no tenía sentido seguir resistiéndose a lo que todos sabían que era inevitable.
Aun así, Constantino hizo cuanto estuvo en su mano. En su último día, asistió a misa con sus generales y luego regresó al palacio de Blanquerna, a la espera del asalto final. Cuando llegó, el emperador se despojó de sus atavíos reales y se lanzó a la refriega con sus hombres, exclamando: “¡Nos habrán vencido, pero sigo vivo!”. No se volvió a saber nada más de él.